Gran parte de la adolescencia tuve el complejo que suele traumarnos a las mujeres en esa edad, no ser poseedora de una belleza estrepitosa. Y te empiezas a dar cuenta de eso, porque ningún muchacho te pela; es ahí donde iniciamos nuestra fallida vida sentimental. Yo era de las que escribía cartitas, pintaba dibujos, aromatizaba las hojas con café para que mis epístolas fueran bonitas y le gustaran al chico en cuestión, pero comprobé que no dan resultado cuando tu pecho es plano, tu cara está sin depilar, tus piernas son flacas y tu rostro de niña grosera muestran una sonrisa fingida con dientes chuecos.
Nunca fui de las que tuvieran pretendientes a morir, que en comparación a mi hermana y hasta mi mamá, nunca he superado, o quizá, ni siquiera llegue a la cuarta parte de lo que ellas tienen de admiradores. Extrañamente ellas son de tez blanca comparada con la mía, que es parecida al color de café cargado con leche, y un cabello tan negro como el color artificial que reflejan los tintes; y sinceramente algo que me cala hasta los huesos es que cuando voy al mercado, o paso junto a vendedores callejeros, me digan ‘¡hey güerita lleve cuatro pilas por cinco pesos!’, ni tampoco se los perdono a las tehuanas que indistintamente repiten ‘¡totopo* güera!’, ¡joder! ¿Qué no están viendo que soy morena, de color más parecido al chocolate que al pan crudo?
Cada vez que encuentro comentarios sobre que les gustaría conocer mi rostro, una sonrisa benevolente suspira, y prefiero que me mantengan en la imagen que gusten tener de mi en su cabecita, sinceramente no tengo intenciones de desilusionarlos.
Hasta hace unos años empecé a cambiar, cuando comencé a trabajar (hace dos años), lo primero que hice fue ahorrar para arreglarme los dientes, durante ocho meses, fui un mounstro con alambres en la boca, después de ese doloroso proceso los sigo viendo igual de chuecos, aunque claro, me costó unos cuantos miles la nueva sonrisita, porque antes ni de loca sonría con boca abierta.
Mis rasgos son absolutamente indistintos al modelo de belleza occidental, mi cara quedó marcada por unos cuantos hoyitos de varicela infantil, conozco el delicioso placer de reventar espinillas, mis cejas son tan pobladas que hasta me siento pariente de Frida Kahlo, o incluso entro al comentario del Tiziano Ferro, quesque las mexicanas somos bigotonas, pos si, no lo niego, aunque claro, de unos años para acá soy de las que tiene cerca un espejito y unas pinzas para depilar; puede que también sea pariente de Dolores del Río, dando que son tan frentona como ella y mi nariz sea tan curiosa como la bolita que se ponen los payasos en el olfato, de mis ojos no hablo, esos los conocen, y de mis labios puede que sólo sean visibles cuando los traigo de color carmín, dado que son tan delgados como mis palabras.
Durante cinco años, dejé crecer mi cabello hasta la cintura, hice algunas fotos en vestido de Eva y con la cabellera solapando la imaginación del desnudo. Hasta que el viernes pasado, después de comer mariscos y una cerveza encima, le dije a Dénis que quería cortarlo, ella se encargó de llevarme a la estética saliendo del bar. Fue lamentable ver como más de veinte centímetros de mi vida en ese pelo se iban vilmente a la basura, pero no me arrepiento, era una decisión que había sido tomada desde tiempo atrás, hasta que tuve la inconciencia necesaria para hacerlo.
Puedo decir que no soy una belleza, pero tampoco me siento fea, tengo caderas no muy escandalosas, piernas flacas para mi gusto, unos senos en copa B, una espalda ancha, unos pies que me he encargado de exhibirles; soy una chaparra que no llega al 1.60 de estatura, una mujer con manos de sirvienta, y con 20 centímetros menos de pelo que quiero dejar morir.
A pesar de no tener la “estética” de un cuerpo flaco de supermodelo, me complace saber que tengo un prometido de siete años, uno de setenta, un alumno de 15 que me escribe cartitas y que ha menudo me pregunta si tendría relaciones con él y me ataco de la risa, o el de 17 en prepa que me dice “Liliana mi amor”, en vez de maestra, o el chiflido diario que se hizo costumbre cuando paso frente a una fábrica de muebles, o la erotización de besos indelebles en pasillos de hotel con focos fundidos.
Geisha